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CAMBIO DE BARRIO

CAMBIO DE BARRIO

Pues sí. Después de unos pocos años, ha llegado el momento. La bestia se muda para deambular por otros barrios. Este sitio, que tantas noches ha visto a Sifarnodo pasear su triste alma, se cerrará dentro de poco y quedará bien limpio y desinfectado. El nuevo lugar no será muy distinto a este que habita, e incluso conservará muchas de las cosas que aquí encontráis ahora. Espero veros por allí. Por cierto, el desgraciado me dice que os agradezca inmensamente a todos los que, en algún momento de esta aventura, durante algún trocito de noche, os dejásteis caer por aquí. Gracias.

http://sifarnodo.weebly.com

La cabaña del hombre sin nada

El hombre sin nada, apenas tiene algo. Vive en una pequeña cabaña junto al río. Ni siquiera la posee. Solamente la utiliza para cobijarse los días de lluvia, apartarse del sol ardiente del verano y, sobre todo, para resguardarse en las sucias noches de los largos inviernos. Apenas dispone de un viejo y roído tronco sobre el que recostarse y de un destartalado camastro, que le sirve las veces de mesa donde alimentar sus pesadillas. A menudo, se sienta sobre una piedra que hay frente a la cabaña y observa. Y se embelesa mirando las hojas que bajan flotando río abajo. Y calcula cuánto tardarán en llegar al mar... y es entonces cuando esconde sus desgracias, tergiversa sus sueños, mira alrededor y se da cuenta de que apenas tiene algo, de que adora el frío camastro, el apolillado tronco, el chamizo roto, porque la cochambrosa cabaña, al menos, de vez en cuando, tiene forma de hogar.

VACACIONES

VACACIONES

Bueno. Sifarnodo estará disfrutando durante un tiempo de unas merecidas vacaciones, y quiere que os agradezca a todos vuestras visitas por este lugar.

Un abrazo a todos. Hasta pronto.

Botellas de vida

Hay botellas repletas de problemas, de miedo, de desilusión y hay botellas que llevan mensajes de amor, corazones de verdad. Las primeras, se dejan arrastrar por la corriente, río abajo, sin control y ansían reventar con el primer pedrusco que asome, cerca de la desembocadura, para esparcir su maldad. Las otras, las que contienen caricias, las que rebosan las ganas de amar, luchan contra corriente, río arriba sin parar, esperando un día alcanzar el preciado nacimiento, el manantial. 

En algunas ocasiones, por el cauce, dos botellas se cruzan en el camino, una viene, otra va. Una, procura esquivar y la otra, la otra busca con saña chocar, para conseguir su fin, para enturbiar de mierda el caudal.

Durante un tiempo, río arriba me vi flotando con tesón, con fuerza y con ilusión, con risas, con decepción, recibiendo los envites de otros frascos que bajaban con rabia y sin corazón. Ora era un golpe seco, ora la luna brillaba, y a veces reventaba el sol.

Ayer, mi botella encontró la opuesta. Bajaba con la corriente fuerte y era tan negra y fría, que la luna compañera, apenas pudo arrancarle un brillito delator. El ruido fue atronador… y mi botella se hundió.

Y mi corazón, que jamas supo nadar, ahogado queda en el fango de este maldito mar.

Bucle de luna

Las lunas que me quedan por vivir, están pintadas de azul, huelen a mar y saben como tu piel salada. Las mañanas que he de ver amanecer, son soleadas, huelen a nube y saben como tu boca dulce. Las noches que me quedan por soñar, estarán iluminadas... por las lunas que me quedan por vivir, que huelen a mar, saben como tu piel salada... y estarán, sé que estarán, pintadas por ti.

Relojes de viento

Algunas veces, el tiempo se confabula con el viento. Uno multiplica el espacio para acudir a tu encuentro, el otro empuja con fuerza, aumentando la distancia que me separa de tu cuerpo. 

Y yo, que daría el resto de mi vida por uno de tus besos, sueño que despierto, y a patadas con el viento, escupiendo contra el tiempo, reviento el mecanismo que alimenta este tormento y me giro, y te siento, y te encuentro... en el dulce hueco de mi lecho.

La lámpara obsolescentemente programada

El día en que el susurro

se tornó en un grito hiriente,

en que el reloj marcó la pauta

de caricias complacientes,

de los ratitos tranquilos,

y del sueño más caliente;

el día que se acostumbró

a tener las lindas flores

en un centro de menores,

regadas de sinsabores;

el día que fue rutina

poder tenerlo siempre,

y la lámpara agotó

los deseos más ardientes,

la regaló al quincallero

apagando entre sus dedos,

lentamente y con esmero,

la llama de aquel genio incompetente.

Recordaré

Recordaré que odio el tiempo que no pasa, que odio el hipócrita afán, el hedor de la maldad, la podredumbre de la carne y que odio, sobre todo, la mentira pintadita de verdad.

Recordaré que no me importa la sangre que derramo, que no me asusta lo que tardará en purgar -al fin y al cabo, no me queda mucha más-; que no es siquiera el corazón que desparramo cuando estallan, uno a uno los latidos de cristal, lo que más pena me da… Recordaré que es el dolor de las estrellas que no arropo al acostar, y que es el llanto invisible de la luna triste, que tanta injusticia tortura, que escarba desdichada en la basura, por un trocito de pan, el que mutila mi sueño, el que mi tedio espolea… el que nunca, nunca olvidará.

Fábula del pintor y la rana

Todas las noches pinto un sol para ti. Dibujo un solecito dulce, suave, de tonos cálidos y acaramelados, de los que tibian los huesos y suavizan las penas. Y como todos los días, una vez que lo termino, entonces, entonces despierto rendido. 

Pero esta mañana al levantarme hacía mucho viento y llovían, fuertes en mi ventana, unas gotas frías y gruesas, de las que golpean el alma con saña y dejan las caricias empañadas. Pensé que quizá no pinté tan bien mientras dormía, que no tuve la fuerza suficiente o mis pinturas andaban ya gastadas. Y, ¿sabes qué pasó, dulce ranita? que entre café y café, mientras daba vueltas imaginando qué debía haber pasado, cuando me quise dar cuenta, había salido el precioso sol que ahora empieza a calentar acariciando nuestros sueños, esos que tú y yo tenemos.

Quizá es que lo pinté un poquito tarde, ya de madrugada; quizá es que, como a la casita de la luna, como a la pátina de nuestros cuerpos en la cama, a veces vamos dando manos de pintura, que conforme van secando, van tomando su color y van cogiendo la alegría, como en cada despertar, de volver a ver el sol, ese que yo, que soy pintor, todas las noches te pinto.

La cajita de galletas Delacre

Anoche, al rato de llegar a casa fui al jardín. Pasé por el cobertizo y, tras coger la pala con la que entierro las penas, me encaminé hacia el rincón más oscuro. Ese plagado de malas hierbas, ese en el que el barro es tan duro, que por más que siembro nunca brota tallo alguno.

Entre palada y palada, recordaba la lluviosa mañana en que quise vender al chatarrero mi pequeña caja de galletas Delacre. Aquella que durante años, desde mi niñez quizá, conservara los gratos recuerdos: una pulsera roída, la entrada de aquella boîte, pétalos de rosas secas, tiras de fotos oscuras, un mechero y, con el tiempo, unas caricias podridas y algunos besos ya muertos.

Muchas noches me entretuve repintando la cajita de metal, según los colores que la vida me iba regalando y ordenando, con cada nueva evocación los sentimientos más ciertos.

Conforme pasaba el tiempo, fui dejando de pintar, aburrido de inventar el color de la verdad, hastiado de desechar retales para guardar y terminé por olvidar, entre sonrisas y llantos, en lo alto del armario, los pinceles, los sueños, las pinturas y la caja de metal.

Ayer, mientras te besaba, recordé las palabras del viejo mercader de chatarras y sueños: "esta caja no tiene venta, no posee valor alguno, está oxidada por fuera, por dentro está llena de mierda, de sueños perdidos y recuerdos que tirar; nada le puedo dar. Siga usted mi consejo si la quiere reparar, entiérrela durante un tiempo y espere a la primavera. Cuando esté limpia y vacía, ella le avisará."

Anoche, después de llegar a casa fui al jardín y desenterré mi pequeña caja de galletas Delacre. Esa que ahora es del color de los cohetes sobre las olas del mar…, esa que orgulloso he mostrado, pidiéndole al mercader: déme usted dos rosas blancas, las dos más bonitas que tenga, que hoy serán para empezar, que hoy serán para estrenar mi pequeña cajita de metal.

Reciclando

Aprovecho las piedras que me tiras,

día a día,

para hacer más fuerte mi coraza.

Bebo mi sangre espoleada,

negra y fría.

Y la vuelvo roja y viva.

 

(Extr. del libro).

Espejismos (1)

Con los zapatos sucios de mierda, con las manos manchadas de tierra, con la cabeza turbia y la lengua muerta, con el corazón lleno de piedras, afronto ahora la batalla y me doy cuenta, de que soy un espejismo sin palmeras... de que soy un vagabundo en estas tierras.   

Amores prohibidos (6)

Nunca hubiera podido imaginar a Elisa en los brazos de otro hombre. Ni siquiera en alguna de esas noches inquietas en las que tantas veces esperé su regreso del trabajo, a deshora, de madrugada, dando vueltas en la cama. Incluso ahora, mientras voy cayendo hacia el vacío, mi nublada mente tan solo consiente en escarbar entre los recuerdos más antiguos de mi infancia, parapetándose tras ellos para esquivar la decepción, el sentimiento de culpabilidad. Aquel coche de metal que me regaló mi primo Ginés, un perdigonazo en el hombro, papá, el gato siamés de una vecina que atropellamos aquella lluviosa tarde… Pobre mujer. Aún cojea.

Las alas

De mis noches traicioneras recolecté los palitos, los trocitos de miserias y las ilusiones de cera. De mis paseos por la playa, unas sucias plumas cargadas de recuerdos, de fantasmas y de tragedias. Los reuní durante un tiempo, bien clasificados, bien ordenaditos, en la caja gris en la que guardo los palitos y las cañitas con los que me invento los sueños. Mientras componía de nuevo mis acarameladas alas, tantas veces derretidas, planeaba de nuevo el camino. Esta vez será distinto, pensaba. Esta vez, dormiré durante el día y solo las agitaré en la noche; solo volaré en invierno. Esta vez, el viaje será eterno.

Ahora que tiendo tu ropa, que conservo frasquitos con tu aroma en mi cocina, ahora me doy cuenta de las quemaduras que tengo y prendo, entre los troncos que nos dan el calorcito tierno, unas alas desmigadas y una caja, esa donde guardo los palitos y cañitas, esa vieja cajita gris, que atesoraba mis miedos.

Promesas

Quiero prometer quererte siempre, quiero prometer quererte bien, quiero prometer dejar de vomitar las entrañas que ensucian tu jardín y recoger en su bolsita, una a una, las caquitas de los perros, algunas raíces malditas y esos trocitos de barro que de cuando en cuando agarro y que no me dejan querer. Y lo quiero prometer, por que tan solo quiero poder, prometer quererte siempre, prometer quererte bien.

Debe saber

Esa, la luna solitaria que vigila mis entrañas por el día, que aplaca soleadas pesadillas en las noches de oleaje, esa que me quiere y que me cuida, que destila con caricias mis envites desdichados con la vida, que repele mi ansiedad contra el brebaje y que cura suave y dura mi andamiaje, esa luna madrugante que roza mi mejilla con palabras de sustento, para curarme los sueños, para quitarme tormento, para dejar sin aliento mi pecho, esa, esa que cuando ya no tengo nada, es lo único que tengo... 

...esa luna debe saber, que desata mi pasión con un susurro, que tan solo su mirada para el tiempo, que arrebata mi lascivia con un beso, que sonríe y me enjugasca el pensamiento cuando sueño con su pelo paseando por mi pecho, con su piel y sus caricias humedeciendo mi lecho. Y debe saber que sus curvas... ¡Uf!, sus curvas... sus curvas me dejan muerto.    

 

P.D.: Una de estas noches, me ataré a su lecho, me haré fuerte dentro de su pecho y no habrá nunca ya una luna solitaria que tenga tanta suerte. Y no quedará ya un resquicio de mi muerte.

Esta noche

Esta noche está vacía en el cuarto de la luna solitaria.

Olisqueo tus gemidos por mi cama, remiendo de caricias mi almohada, recojo tus latidos en mi pecho y espero, tenso y fiero, agarrándome a las sábanas con saña, que amaine esta tormenta la alborada, que vuelvas a llenar la madrugada, en el cuarto de la luna solitaria.

Sifarnodo en papel

Sifarnodo en papel

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El correo de las trincheras (III)

Hoy me sentó mal la cena. Quizá fueron los remordimientos. Estos días, después de las jornadas que llevamos sin tomar algo caliente, Cara de Gueisa, el orondo cocinero, nos preparó una magnífica sopa de calabaza con garbanzos y algún trozo de carne. Casi no recordaba la última vez que nos llevamos al estómago algo caliente. Creo que fue la mañana en que conseguimos ocupar esta trinchera. Tras rastrear toda la zona, bajamos por la ladera y encontramos, junto a un pequeño cobertizo medio lleno de legumbres y verduras enmohecidas, un caballo herido. El animal, estaba tumbado de costado sobre las piernas del que fuera su jinete. Era un oficial de caballería bastante joven. Aprisionado por el peso de la bestia, intentaba ya con poco esfuerzo dehacerse del peso que le privó, en la madrugada, de huir junto al resto de sus compañeros hacia el bosque. Probablemente tenía ambas piernas rotas, pues a cada nueva tentativa de liberarse, soltaba un agrio gemido. Fue entonces cuando el sargento se acercó. En la distancia, me pareció ver cómo conversaba con el oficial herido mientras el caballo, de cuando en cuando, soltaba un agonizante relincho. Sangraba por la nariz y por una gran herida que le recorría parte del lomo. El sargento, miró fijamente a los ojos del jamelgo. El tiempo pareció detenerse mientras deslizaba la mano suavemente por la cintura y abría disimuladamente la cartuchera de su pistola. El disparo tronó en todo el valle. Aún me zumbaban los oídos, cuando a voces ordenó al enfermero: -¡Tienes faena, tienes que curar a este caballo! Entonces, mirando fríamente a Cara de Gueisa, dijo: ¡Vamos, mueve el culo!, tú también tienes trabajo.

Amores prohibidos (5)

No consigo conciliar el sueño. Tumbado, intento ahogar en mi cabeza sus sollozos. Aunque crea que no me doy cuenta, sé que, al otro lado de la pared, en el baño, ella apenas logra contener un llanto inmerecido, triste, seco. 

Recuerdo cómo ha aparecido por la puerta del cuarto. Cómo sutilmente, frente a mí, se ha despojado de su fino camisón, desvelando poco a poco, botón tras botón, su sedoso y ardiente cuerpo. Sé con cuánta ternura ha deslizado la bata que cubre mi piel, entre ocultas caricias, hasta dejarme totalmente desnudo en el lecho que tantas veces ha sido campo de fogosas batallas, de arrebatos de pasión, de juegos de éxtasis y amor. He sentido mi piel contestando estremecida al premeditado roce de sus pechos, a cada caricia, a cada beso húmedo, al suave tacto de su lengua recorriendo cada palmo de mi cuerpo, para después bajar despacio por mi vientre y acelerar mi ya excitada respiración. Conozco desde hace tiempo esa dulzura con la que, sentándose sobre mí, me ha amado lentamente entre gemidos, moviendo sus caderas en acompasados arrebatos de placer. Y sé, cuánto hay de verdad cuando, recostada sobre mi pecho, con la respiración aún entrecortada y unos ojos brillantes como la miel, me ha susurrado al oído un te amo como el que solíamos escuchar en las caracolas de la playa, junto al mar.

Ahora no soy capaz de decirle cuánto la amo. No puedo siquiera consolar su llanto, encerrado en este cuerpo muerto, postrado como un vegetal, para siempre, en la cama de esta habitación.