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sifarnodo

El correo de las trincheras (III)

Hoy me sentó mal la cena. Quizá fueron los remordimientos. Estos días, después de las jornadas que llevamos sin tomar algo caliente, Cara de Gueisa, el orondo cocinero, nos preparó una magnífica sopa de calabaza con garbanzos y algún trozo de carne. Casi no recordaba la última vez que nos llevamos al estómago algo caliente. Creo que fue la mañana en que conseguimos ocupar esta trinchera. Tras rastrear toda la zona, bajamos por la ladera y encontramos, junto a un pequeño cobertizo medio lleno de legumbres y verduras enmohecidas, un caballo herido. El animal, estaba tumbado de costado sobre las piernas del que fuera su jinete. Era un oficial de caballería bastante joven. Aprisionado por el peso de la bestia, intentaba ya con poco esfuerzo dehacerse del peso que le privó, en la madrugada, de huir junto al resto de sus compañeros hacia el bosque. Probablemente tenía ambas piernas rotas, pues a cada nueva tentativa de liberarse, soltaba un agrio gemido. Fue entonces cuando el sargento se acercó. En la distancia, me pareció ver cómo conversaba con el oficial herido mientras el caballo, de cuando en cuando, soltaba un agonizante relincho. Sangraba por la nariz y por una gran herida que le recorría parte del lomo. El sargento, miró fijamente a los ojos del jamelgo. El tiempo pareció detenerse mientras deslizaba la mano suavemente por la cintura y abría disimuladamente la cartuchera de su pistola. El disparo tronó en todo el valle. Aún me zumbaban los oídos, cuando a voces ordenó al enfermero: -¡Tienes faena, tienes que curar a este caballo! Entonces, mirando fríamente a Cara de Gueisa, dijo: ¡Vamos, mueve el culo!, tú también tienes trabajo.

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