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sifarnodo

Barbecho

Ya nacieron las flores

en este campo baldío,

abonado tanto tiempo

con tu sangre avinagrada,

repleto de espadas clavadas;

ya no ganarán batallas. 

 

Noche a noche fui arrancando

las piedras y malas hierbas,

apartando con mis manos

el estiercol, los gusanos,

los corazones de cuervo y sus mierdas.  

 

 

Y mis flores brotan fuertes,

tienen tallos de cemento

las hojitas como el viento

y unos pétalos muy dulces,

coloridos y sabrosos;

y con ellos me alimento.

 

Y están tan bonitas

porque las riego a diario,

entre caricias les hablo,

y cuando aparecen las amo,

y cuando las amo florecen.

 

 

Y tú,

tú, hada negra de cosechas muertas, 

no me perdones más vidas.

Que las siete que tenía

las multiplico con creces

cada vez que veo mis flores

y las riego por las noches

y las amo por el día.

 

Y aparta de mi camino

que ya no es tuyo mi destino.

Lluvia

Quiero que lleguen las lluvias;

que limpien adoquines de jirones

se lleven las noches sucias,

pedregosos corazones

y unas cuantas almas turbias.

 

Que dejen plazas relucientes,

casitas sin lamparones

ni basuras pestilentes, 

con macetitas en los balcones,

lucecitas y aguas normales y corrientes.

Perfumes “coma” aromas

 

Las nubes,
las sandías, la sal.

Los lunes,
las flores, el mar.

La luna,
los peces; volar.


El viento que piso,
los juegos de cama,
el aire que me das;
la ropa tendida,
el beso que vi,
los sueños que guiso...

Mi vida, huele a ti.

 

Entre las cuerdas

A pesar de haber rozado levemente nuestros cuerpos, de arrastrar tantos sueños acariciando su morena piel, de escucharla dulcemente gemir recorriendo cada curva con las yemas de mis dedos, apenas hube tenido tiempo siquiera de observarla con el detenimiento que el ansia esconde. Fue, al llegar a la habitación del hotel, cuando me tranquilicé y, con la serenidad que sólo permite la botellita de ginebra del minibar, pude recrearme en ella mientras desnudaba metódico la caja. Y entonces recordé, en ese instante, las palabras del despeinado dependiente de la tienda: se lleva usted un guitarrón.

A mi Gibson Les Paul.

Amores prohibidos (4)

El cuadro

Cuantas veces anduve observando el cuadro.Tumbado, desde el sofá, el lienzo representaba una soleada isla aderezada con palmeras, su fina cascada al fondo y una cálida playa acariciada por aguas, tan claras y limpias como las gafas de un jubilado. Por el día, con la luz, inventaba glorias, plantaba recuerdos, pintaba nichos de colores en la arena de la playa. En las noches, tan solo recogía las miserias y fracasos, cientos de cajas vacías y las diarreas de las pieles de las bayas.

El sueño

Las noches que vencía el sueño, solía meterme en el cuadro. Aparecía en el mar pintado, agarrado a mi hastiado tonel y nadaba con fuerza siguiendo la reverberación de la luna. Nunca llegaba al final. Cuando más cerca de la playa creía encontrarme, volviendo ya el amanecer, de nuevo con el sol me hundía.     

La sirena

La noche en que me halló la sirena, fuera otra como las demás. Perdido en el lienzo. Agua fría, oscuridad. Negras jarcias, brunos sargazos destrozando sueños, arrancando las tripas, enredando las piernas y los brazos, arrastrando a la profundidad.

 

No soy mucho más que tú -dijo. ¿A quién quieres engañar?

 

A ti, valedora de las causas descuidadas, adalid de los amores imposibles, granadera de corazón impertérrito. Sirena.

Pretérito perfecto imbécil

Aún recuerdo su fortaleza, sus músculos firmes y tensos, su color, su aroma, su valentía. Rebelde, imparable, alegre aguantando las puñaladas que no cura el tiempo. Grande, eterno como el metal. Mil veces le vi caer y cien mil levantarse entre agrios borbotones, arrancando las olas del mar.

Hay corazones de metal, forjados a golpes de vida, borrachos de rebeldía, corazones forrados de amianto, corazones quemados por la luz del día. Pero el mío, el mío ya sólo es de cristal, como casi todos los demás. Y está llenetito de fantasmas que no cesan de asomar, marcado de cicatrices que no se quieren curar. De esas de las que nace la grama espesa, de esas que escupen sangre negra al madrugar.

Me paso las noches segando y cuando creo amanecer, ya no deja de brotar.

Y ahora, imbécil de mí, ahora que me traes la sal para curar, que me regalas las olas del mar, añoro tener un corazón de metal, donde no agarre la hierba, del que pueda limpiar la mierda... un corazón de verdad.

Uno, dos, tres

Uno

A gatas escudriño tu afán.

Dulce el suelo, dulce el amor,

limpio el cariño que abona mi puerta.

 

Dos

Triste, recorro la oscuridad muerta,

negro el sueño, negro el terror,

amargo el cielo del fatídico plan. 

 

Y tres

Esas noches soleadas,

las mañanas que la luna alumbra,

esas las quiero yo; las que queremos los dos.

No las tardes de penumbra,

las de las horas gastadas...

ni las que revienta el sol.

Del calor y del frío

Era una de esas tardes de verano. De esas en las que soplo tu sudor para refrescarte. De esas en las que las gotitas que recorren mi pecho desnudo, cansadas, caen inertes sobre tu espalda limpia y recorren ardientes tu costado.

Era una de esas mañanas de invierno. De esas en las que atrapas mi corazón para calentarte. De esas en las que el calor que rebosa tu lecho, desnudo, acaricia templado mi alma fría y penetra ardiente en mi costado.

Amores prohibidos (3)

Menes ha estrellado contra la pared uno de los cuencos que contuviera los frutos para el viaje. Escoge, metódico, uno de los trozos resultantes del desastre, evitando imaginar que la llama de la antorcha es tan débil como su propia vida, que los trocitos de barro son tan frágiles como su inquieta alma… que ni siquiera reconoce su destino ni a su propia realidad.

El atardecer enrojece el ambiente en la habitación. El aire caliente, seco y despiadado, no se menea lo suficiente como para que los cuerpos, desnudos, empapados en ardiente sudor, acompañen la pasión con ligeros toques de frescor. Humedad pegajosa, furtivo amor.

La negrura de su sombra, compite con los arrebatos de la brea que prende y alimenta su ansiedad. En su cabeza, ahora le persiguen los lejanos gritos del esclavo que degolló años atrás. Aquí debes hacer un hueco, aquí -le ordena poco antes de matar.

Mi amado Menes, un día, cuando él ya no esté, emprenderé el largo viaje. Y tú. Tú me acompañarás eternamente. Sólo la muerte puede unirlos de verdad. No, escaparemos, lo sé -escribe él. El brillo de su mirada le hace comprender. De nuevo una sola alma, unidos en un solo ser, en un sueño, en la gratitud de vivir como cualquiera de los demás, escondidos para siempre en su placer.

Con la pieza de barro, araña confiado la estudiada junta entre dos de las piedras que conforman el suelo. Bajo la disimulada losa aparece una tosca cavidad. El lamento es sordo, es gutural. Ahora son sus propios gritos, los que cree recordar. Sangre. Dolor. El instinto se agarra a su propia lengua, retorcida, dura, seca, engarzada en el colgante que hace años recibió. La oquedad está vacía, nada hay. Ni papiros, ni brea, ni antorchas que quemar. Nunca sabrá cómo la ha de encontrar, cómo salir, cómo escapar juntos de allí.

Ruidos de piedras gigantes que sellan estancias, cierran pasillos, ciegan para siempre verdades, amores… realidades.

El hijo del faraón, que tan asombroso parecido guarda con Menes, el arquitecto real, cumple el juramento que a su padre hizo, mientras serio, aletargado, implacable, ordena sepultar la última puerta, puerta que entierra un amor, puerta que ya estaba muerta.

El bocadillo

Hoy, como otras veces, el latigazo del auricular estalla en los oídos. De nuevo la imbécil de la telefonista tropieza con sus delicadas manazas, mientras conecta otra de las clavijas en el panel, con el cable que decide nuestro destino. Acabo de cenar. El hotel está lleno. Todo el mundo llama a estas horas. Turistas que quieren hablar con sus familias, parejas en luna de miel pidiendo botellas de vino… representantes solicitando putas. En el pequeño habitáculo, la joven mastica un triste bocadillo de anchoas ahumadas mientras masculla aceitosos "aló" cada vez que el timbre de la centralita racanea el veraniego silencio. Las interferencias abruman tus palabras. Quiero contarte tantas cosas…

Cada muesca de su cara, cada bocado que mastica, cada vez que pincha una nueva llamada es un desencuentro. Cada vez que me escuchas, suenan mis palabras como las jodidas gotas de aceite que inundan de lamparones el short de la telefonista.

La estrella

La sala es amplia. El viejo, acomodado en una de las desarboladas butacas, mira con gesto triste la pantalla, observado de reojo por una botella de bourbon en la que apenas quedan un par de sorbos. El traqueteo del otrora grandioso proyector, escupe sobre la sucia tela tiempos pasados. Las imágenes se suceden infames. Un tipo apuesto y elegantemente ataviado, encamina sonriente sus pasos hacia la entrada del cine, seguido por una ajetreada muchedumbre de hombres. Unos, lápiz en mano, anotan apresurados en sus pequeñas libretas. Otros portan voluminosas máquinas que provocan constantes y blanquecinos destellos.

Luces blancas y luces negras alternan el color de sus ojos mientras, alargando la mano, tantea lentamente en la butaca contigua, hasta encontrar, junto a la humillada botella, su vieja Smith & Wesson del 22.

Burbujas de chocolate

Ni siquiera tuve oportunidad

de dejarte calentar mi cama,

recorrer mi intimidad

abrirte unas puertas siempre cerradas,

tratarte como a una dama.

 

Sueños, sueños, sueños... burbujas de chocolate...

burbujas aterciopeladas.

El correo de las trincheras (II)

Esta noche es tranquila, como tantas otras.

Las noches sin luna, esas cerradas, oscuras, son las que aprovechamos para descansar. Ahorramos munición para los días de luna llena, cuando es más fácil acertar, y aprovechamos para gastar, a ratos, las balas de las cajas viejas. Las que, de cada dos, una termina encasquillando el fusil y abriedo con acertadas esquirlas agrios cortes en la piel. Son esas noches en las que hay que escudriñar, con los ojos enturbiados, buscando en la negrura de la bruma, la brasa de un triste cigarrillo o la risa de un oficial borracho y envalentonado.

Pienso. Pretendo descansar. Confiado. Inquieto.

Demasiado tiempo esperando mi lamento. Infinitas noches vigilando, con un ojo cerrado y otro abierto, temiendo que hoy será ese día, que va llegando el momento. Adormecido, sueño que la guerra ha terminado. Que sonrío. Que arranco flores en el campo yermo. Y que cojo un puñado de la tierra de nadie, y que la guardo en mi bolsillo de recuerdos.

El dolor ha sido intenso. Sin un ruido. Sin aviso. Bala perdida que deja boquete limpio, redondito, fino, leso. De las que avisó el sargento. El corazón ardiendo, el estómago seco. Sangre oscura, borbotón denso.

Y sueño que la guerra ha terminado. Y mi bolsillo, justo a la altura del pecho, va vertiendo suavemente, por el fino agujerito, poquito a poco la tierra, poquito a poco recuerdos.

El jarrón

Ahora que me haces volver a ser un niño,

empujo a escupinajos mis maldades

y las guardo en sacos rotos;

para dejar el camino

sembrado de estiercol fino,

del que naceran escrotos

negros de tristeza y vanidades,

que darán bonitas flores, untadas con tu cariño.

 

 

Ahora que me enseñas a volver a ser un hombre,

rompo a cabezazos los cristales

y junto los trocitos con mis mocos,

para formar un jarrón.

 

Lo llenaré de agua limpia.

 

Y le pondré blancas rosas...

 

te regaré el corazón.

Sifarnodo en Pinoso

Sifarnodo en Pinoso

Pues eso, que el próximo 22 de marzo de 2012, a las 20:00 horas, en el salón de actos de la Casa de Cultura de Pinoso, Sifarnodo andará suelto.

El correo de las trincheras (I)

Con el sabor de tu boca en mis labios, con el calor de tu pecho entre las yemas de los dedos. Esta noche... esta noche desnudaré mi cuerpo para ti.

Y agarrarás con crudeza mis desmanes. Sujetarás con fuerza mi arrebato.

Y gemiré retorciendo mi torso, tensando uno a uno los músculos que mi excitada piel recubre.

Y esta noche, a pesar de luchar en mi trinchera, peleando día a día en esta guerra, recibiendo culatazos en el alma, arañando con mi sangre en esta carta, esta noche, esta noche... esta noche estaré junto a ti.


Fábula de la camarera y el gato

Era el niño que venía de romper los platos rotos, de reventar recuerdos en la soleada y fría mañana de noviembre, con su blanquecina y gélida nariz, atorada de mocos tan secos como sus propios sentimientos. Un poco más de gin, nunca viene mal.

La camarera lo despertó al amanecer. El antro estaba tan vacío como su propio cuerpo. El calor de la gente hace horas que marchó. Vente a casa -dijo. La miró, como quien regala un "te amo" tan gratuito como embustero, y arrastró su tambaleante alma hasta el sofá que le ofreció.

No es de noche cuando los gatos son realmente pardos. En la oscuridad, son lo que son. Es por el día cuando mienten de verdad.

Y, un poco más de gin... nunca viene mal.

Fantasía

Cansado de medir palabras,

hastiado en el saco al que no pertenecí,

ripio con rabia

y recojo,

vapuleados y secos

los latidos que le di.

 

Entra, caballero… pero pasa por aquí.

El cuento es mío. La historia, es para mi.

 

Mi Rey, no soy digno de entrar en su castillo. Quizá tan sólo de acampar al otro lado. Y, si procede, atravesar nadando el foso y escalar por sus murallas para volver a dormir.

 

 

¿Amanece?

No.

Luz de cuento. Fantasía.

Dos maletas

Arrastro dos maletas bajo la tempestad. Una inmensa repleta de recuerdos, canciones y retales dulcemente apaleados, tintados de colores tenues, viejos, tristes y apagados. La otra, la otra es bien pequeña, pero no por ello cuesta menos de llevar. Contiene sólo un par de sueños, unos botes de cerveza, dos o tres palabras tiernas y un retazo de ilusión.

Y el camino es frío, duro, como las barras de bar... eterno, por mucho que quiera andar. 

A cada paso, pierdo peso y desazón. Y mi equipaje deja el rastro magullado. Y mis huellas huelen ya la sal del mar.

Opiniones (1)

Bueno, os transcribo la primera reseña sobre el libro, que ahora rescato.

 

Sifarnodo, noches de luna oscura.

No acostumbro a reseñar los libros de mis conocidos, ni tan siquiera a criticarlos, salvo en círculos muy íntimos, en parte porque considero que el esfuerzo de escribir merece en sí mismo todo mi respeto, en parte porque soy consciente de que mi intransigencia hacia aquellos que me defraudan literariamente roza la crueldad.

Sin embargo, quizá porque esta vez lo he palpado de cerca, me siento obligada a hablar de Sifarnodo y sus noches de luna oscura.

La singularidad de este libro reside, ineludiblemente, en la peculiaridad de su autor. Para aquellos que lo conocen, Juan de Dios se descubre en mil caras invisibles al ojo humano. La más tierna: “Y las nubes, y las nubes, por ti que las pinto azules”.

La más sardónica: “de plantar no me arrepiento.... muero esperando cosecha”.

La más cruel: “Solo, como la colilla mal tirada a los pies de tu limpia acera”.

Y la más atormentada: “Triste, como la mierda de los pájaros en el cristal de mi vida”.

Para aquellos que no han tratado en persona a Juan de Dios Sáez Clavijo, con este libro disfrutarán del lujo de conocer a Sifarnodo, su alter ego, un tipo oscuro y desgranado en sentimientos, exhortado hacia la lírica por los estupefacientes y el alcohol.

 

No explicaré nada más. Me parece absurdo reseñar este experimento literario porque no es entendible, es sensible. Y, como muestra de lo que digo, dejo una anécdota a modo de botón.

 

Hace unas semanas, mientras ayudaba al autor con la maquetación del libro, me detuve más de lo imprescindible en un texto titulado “Un atardecer” que atrajo mi atención (“El vino resbala en cristalina y alegre cascada, formando juguetones óvalos que perseveran su arrojo ante el suave cristal...”).

A lo largo de toda la página, el autor se dedicaba a cruzar escenas inconexas que flotaban en una neblina de frases imposibles (“... las caricias con las que curaba mi arrepentimiento...”).

No lo sabía entonces, pero cada una de esas frases que destacaba como un faro en el mar oscuro de esa página era una clave, una sacudida para desentrañar sensaciones (“... unos cuantos billetes sobre la mesa del bar...”).

 Confieso que no entendí el significado de ese breve, ni su principio, ni su final y, sin embargo, no me importó, porque percibí la intranquilidad, el miedo, la pena y el intenso dolor que emanaban de semejante sinsentido constructivo (“... gasa que empapará sus secos labios de recuerdos...”).

—Si te provoca cualquier tipo de emoción intensa, es arte —decía mi profesor de Color de primero de especialidad.

Así se lo hice saber a Juan de Dios, y le hablé de las emociones que me inspiraba esa historia, consciente del valor de sus letras, aunque omití, un poco avergonzada, la parte en la que no entendía el significado de lo que había querido contar (“Mi hermano (...) golpetea con ritmo su huesudo pijama...”).

Él se dio por satisfecho con mi pobre comentario y añadió con sencillez:

— Sí, ¿eh? Pues sucedió justo así, como lo cuento. Así murió mi padre.